sábado, 23 de abril de 2011

Cactus. Lengua de gata.

Hace tiempo conocí a una “morena que tenía la nariz mu chiquitina" y bastante malauva. Hoy que no está, recuerdo este fragmento que le escribí aquel día. Me gusta escuchar al hombre de hielo hablando de ella, guardándose en los bolsillos traseros opúsculos lapidarios sobre la tristeza. Siempre me gustarán más los chicos que las prefieren gatas, aunque a mí también me gusten los perros traicioneros que muerden sin antes avisar con algún ladrido.


La desconfianza y el prejuicio son sus instintos de cada día, también la curiosidad, la que le mueve a acercarse en busca del alimento que le ofrezco en mi mano de cuenco. Erizada toda ella, avanza despacio. De almohadillados pasos deja su rastro tras el camino realizado. Son sus huellas armónicas notas musicales de una canción muy especial. Es ésta una escena de la que yo sola tengo el honor de participar. La observo ¿Qué imagen tendrá de mí, tras esas dos lunas ora verdes, ora amarillas? El misterio de su mirada se contrae y dilata en su pupila. Me reservo las ganas de descubrirlo para seguir disfrutando de su cuerpo en movimiento, toda ella negra azabache, de una belleza depredadora y ágil. Intento no moverme para no ponerla a la defensiva y que se dé a la huida. Bien, continúa, se agacha y comienza a comer del alimento hasta que ya no queda nada y solo lame mi mano. Siento su lengua áspera y ella me deja acariciarla. El vínculo creado, lo sé, pero también soy consciente de su independencia, no es de mi posesión y eso me gusta.

La llamaste Cactus, a veces morenita, y ella se restriega contra tu cuerpo y se deja halagar por tus susurros. Escuchaste solo una vez su maullar de animal herido y te responsabilizaste de sus heridas pasadas y de sus cicatrices futuras haciéndole un bonito presente. Hoy, en esta madrugada en que acabas de salir, se acerca a mí mientras duermo, buscando el calor de mi cuerpo, mi monótono latir, se acurruca sobre mi pecho y comienza a ronronear, y yo me dejo hacer, inmóvil, para no alarmarla. Está a gusto. Yo también. Se abandona y me abandono tranquila, al violento oleaje, a este sueño de profundidades insondables. Tal vez compartamos el mismo miedo que, durante esos instantes, se hace más pequeño porque somos dos animales indómitos que no se dejan amedrentar. El día traerá un nuevo amanecer y cada una cogerá un camino distinto, habrá de enfrentarse a las fauces de este  “gran depredador" en solitario y sólo, al llegar la noche, sabremos de nuestra supervivencia, la una de la otra.

No sé cuántas vidas agotó antes de la última, si saldó cuentas o no con ese cabrón destino. Seguro que, orgullosa, le arrojó a la cara alguna de regalo y, aun dándole ventaja, le ganó en la partida. Aunque tampoco me extrañaría que, astuta le birlara alguna más de las debidas. No sé cuál será la última de las mías. Por si acaso, ten, otro zarpazo de despedida y un beso de lengua de gata. Bien lo merece esa lágrima perdida. Eso sí, recuérdame también a mí, como una salvaje hija de puta, sé que me ves como un animal bello.

Cuando me muera, si existe cielo, también yo quiero estar en el de los animales, aquí huele a “demasiado humano”.

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