miércoles, 14 de septiembre de 2011

Besos para mis monstruos.



―Niña hermosa (…) Dales un beso de mi parte a todas tus fieras. Y a tus monstruos también, si los tienes.―Y así te despides.
Cada amanecer despierto con los hoyuelos de la sonrisa a rebosar de besos que hacen la fotosíntesis lunar en mis mejillas. Son estos besos los mismos que reparto entre quienes quiero, incluyendo a todas mis fieras, por supuesto. Ellos son los segundos, pues el primero es un beso volado.
Pero hoy tú me propones un reto. Algo nuevo en mi ritual. Llega la hora de mis brujas y me llevan los demonios, se ha abierto la caja de Panduro1, he comido y me he partido los dientes. He guardado en mis bolsillos tu puñado de besos para mis monstruos y ahora he de repartirlos:
Le llevé un beso a mi Diógenes emocional y me lo echó en cara, como todos esos recuerdos que almaceno, aunque algunos sean deshechos. Pero el cínico miró a mis canes y casi con respeto me preguntó adónde iba, le dije que me acompañara en mi camino, que le iba a enseñar qué se hace con todas esas basuras humanas que el mundo rechazaba aunque fueran su fruto y así, ambos nos fuimos a darle un beso a Frankenstein, que asustado, nos recibió a golpes. No era él el culpable de sus crímenes, sino su creador, que no le insertó el órgano desafinado que tocaba el sentimiento. Y como su dios renegaba de su obra aunque sí nos pasaba factura por los derechos de autor sobre esta criatura, amalgama inhumana de humanos no inhumados, le matamos, a-diós, por crearnos libres (y a su semejanza) y pretender encima que paguemos por ello. De este modo nos convertimos en singular trinidad en busca de un milagro en el camino del infierno, con los fardos llenos de besos, rezándole a Nietzsche  para que nos presentara a su superhombre y nos diera un nuevo valor, pues el nuestro había enfermado de cobardía. Como era normal en él y su nihilismo, pasó de nosotros. Enfermos como nos encontrábamos, lo más razonable era acudir a otro sabio más consecuente que hubiese experimentado por sí, y consigo mismo. Pedimos cita para el doctor y nos abrió Mr Hyde, yo esperaba a Francis, (broma de autoconsumo), pero no era él, pues cuando estaba de buenas, me hacía llamarle Doctor Jekyll y a cambio de analizarme me prometió que se dejaría besar. Pero luego aparecía Hyde y, entre ambos, me mareaban con tanta indecisión: “Ahora sí; Ahora no”. “Ahora me besas; Ahora te descuartizo”. Cuando salieron los resultados de mi patología y concluyeron que era una patosa besucona con múltiple personalidad, se aplicaron el cuento de “mal de otros consuelo de monstruos” y se apuntaron a la excursión.
Pero como los caminos del señor son inescrutables y están llenos de sorpresas bajo las piedras, nos tropezamos con Jack el Destripador, que distraído, jugaba saltando a la comba con metro y medio de intestino grueso del diablo (inciso abierto: no, no era su rabo) y nos dijo que ya venía de vuelta from Hell, que recuerdos de Lucifer,  y  que el fuego no era tan interesante, ni la llama tan purificante para que Prometeo fardase durante una eternidad de haberlo robado. Yo que por tu culpa parezco una buscona besando a todo monstruo que se precie, también lo intenté con él, pero me rechazó, escudándose en que sólo lo hacía con prostitutas y siempre a cambio de monedas, todo un caballero. A este paso me quedo en doncella semi-nueva. No obstante, observé su gesto al descubrir a Frankenstein y comprendí que estaría dispuesto a hacer una excepción ante ser tan excepcional, pues le preguntó mirando su juguete “¿tienes tripas?”. Hicieron buenas migas, y también él se unió a la compañía.
En las puertas del infierno, me reencontré con un viejo conocido, el profeta de las lamentaciones, al que di el beso más bello hace mucho tiempo, pero Rodin se quedó prendado de nuestro amor y quiso eternizarlo convirtiéndonos en piedra, menos mal que me anduve presta y huí a tiempo. De modo que comprenderás que él no sea un monstruo candidato a tu beso, ni  alguien a quien quiera revesar.
Seguimos nuestro camino y, tal vez producto del opio, confundimos un hermoso jardín gótico con el paraíso prometido del que nos empeñábamos en huir. Y al admirarlo, quisimos conocer al jardinero fiel, pero no a Ralph Fiennes (que también), sino a Eduardo Manostijeras quien tenía una educación exquisita y sólo aceptaba mi beso si a cambio me regalaba una caricia. Como sólo le dejé tocarme el pelo, que desde entonces llevo rasurado, orgulloso, negó mi ósculo, pero también se vino con nosotros.
A compañía tan elegante era justo invitarla a una noche de ópera y presentarles a mi Fantasma. La amenaza ante mi boca apretada cercana a la suya me disuadió del intento: “Si decides besarme me quitaré la máscara. Bajo el teatro te espera el barquero. Ten, unas monedas para los ojos, no puedes mirarle. Luego nos encontraremos.” Pero mi Fantasma es de otra época y me dio monedas no corrientes con un agujero en medio por el que podía asomar disimulada-mente la vista, truco gracias al cual reconocí a Caronte en la embarcación, pero a él aún no es tiempo de besarle, ni siquiera de convertirle en mi monstruo, por mucha rabia que me dé no haber disfrutado plena-mente de mi paso por la laguna Estigia y de sus extraordinarios habitantes, los estigios, y del azul de la paleta de Patinir. De nuevo hacia el infierno. ¿Será verdad que seré un lobo solitario?
Desde la otra cara de la vida, la muerte, vino el Cuervo, decidido a sacarme los ojos y hacer justicia al darse cuenta de la trampa que tendí a mi Fantasma y su barquero. Hubo también aquí un inconveniente, él estaba enamorado. A los enamorados, les pongo la señal de prohibido el paso y no puedo besarlos, es una cuestión de respeto por mis principios que intento mantener hasta el final, pues en mis historias soy protagonista. En agradecimiento por no tentarle, me tatuó unas alas en la espalda que nunca despliego y me dio una pluma que nunca pliego y su sangre negra en un tintero.
Y así llegamos atraídos por los cantos de sirenas a Transilvania, una región cercana donde condena el conde Drácula, Gary Oldman o Béla Lugosi, da igual, a ambos, con gusto y alevosía besaría, pero ellos preferían hincarme el colmillo, y yo… débil, sin poder resistirme, les ofrecí mi cuello. ¡Y no creas! Trabajo me costó convencerles, pues el aliento me olía a ajo y llevaba una cruz a mi espalda. Y en lo mejor de la fiesta llegó un joven muy apuesto llamado Dorian Gray con un cuadro bajo el brazo, yo me estaba frotando las manos ante tal orgía sin sexo, mi particular liga de seres extraordinarios, pensando que él las pagaría todas juntas, pero engreído despreció mis besos y para distraerme me regaló el retrato. Cuál fue mi sorpresa al descubrirlo bajo el envoltorio: La primera mujer de la historia, y no era Lilith, aunque también su nombre fuera de origen judío. A esta Dama pude darle uno de tus besos mientras la luna desaparecía. No te describo el momento.
Toma. Mis monstruos te devuelven el resto de tu puñado de besos antes de que la voz de la noche se duerma y nos quedemos en silencio. Quizá seas quien más los merezcas, y en ese caso, no sé si el via-g mereció la pena.
P.S. Presumiría de uno de los personajes que sí estuvo dispuesto a darme un muerdo, se llama Smeagol, para los amigos Gollum, pero aunque me gustan los feos, éste se pasa. Y además, quería ponerme un anillo que me haría invisible.
1.       Expresión robada a dos amigos de infancia.

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