domingo, 4 de septiembre de 2011

Miércoles de Septiembre.

A quien me busca alojamiento entre tulipanes y me enseña a pescar, y canta sólo porque septiembre es un mes maravilloso y cree que puede ganarle el pulso a mi “maldito abril”.
Septiembre adivina el otoño, los parques se vacían en noches cada vez más frías y la tierra exhala un suspiro de alivio contenido que se torna inspiración con la primera gota de lluvia. Septiembre huele a uva pisada, a la primera hojarasca de los caminos, al rosal que nos da una segunda oportunidad con su retoño y una nueva espina. El mar comienza a rugir como una mala bestia reclamando su instinto indómito, escupiendo la domesticidad a los veraneantes. Sus tullidas orillas dejan de ser atrezo para los amantes amados. Los amores de verano siempre debieran despedirse en la estación. Con su hordas de olas salvajes, vestidas de cotas de malla plateadas y cascos de blancas crestas, a embates se baten, se alejan y se acercan,  reconquistan el título de dueño y señor de sus dominios. Tritón con su tridente hace tiritar y rechinar los dientes a quienes sólo son valientes cuando están bajo el sol que más calienta. Es entonces, que hace público el edicto en dónde sólo indulta a las niñas guapas que leen o escriben mientras se beben sus lágrimas; a los viejos pescadores con sus manos entrelazadas a la espalda y sus historias silenciosas de cuando eran jóvenes lobos de mar, curtidos y bronceados, y convertían en mujeres a las sirenas; a los traficantes y sus señuelos; a los emigrantes y sus sueños; al hombre del faro y la puta que alumbra su esquina; al pirata malo en alta mar y al mal marinero en puerto; a los perros y a nosotros; a esos pájaros que desconocemos porqué vuelan en bandadas de tres, salvo Juan Salvador Gaviota, que siempre va solo en busca de la volada perfecta —no creo que me encuentre, yo siempre voy por tierra—. ¿A quién más quieres que salvemos?
Septiembre es el comienzo de curso, el ritual del forro y las tiras de celofán pegadas al borde de la mesa, los libros nuevos y su olor a letras recién impresas. Me resisto a la obsolescencia del lápiz, por eso creo a mano, afilando el hacedor de palabras, haciendo de la escritura un trabajo artesanal para regalarte algo de valor, un pequeño trueque que no saldará mi deuda porque tampoco te miro cuando escribo. Escucha la canción entre lápiz y hoja. A veces la hiere y ella llora: el borrón del rímel corrido. A veces la acaricia y le hace cosquillas: una risa.

“Mi madriguera tiene cuatro mil ventanas”,  
que dan a mi patio interior,
el que riega Abril con sus noches de aguas mil,
para que florezca la dama
de noche y el jazmín,
justo bajo la que te dejo abierta. 

“Incandescente entre las piernas”
Cada uno  donde quiera
guarde el corazón.
Si tú lo desnudas de lascivia,
yo, al mío, no.
Yo le pongo un abrigo de saliva,
y animal,
lamo heridas,
de ese metal candente
que se enrojece
en mi fragua,
forjando a golpe de martillo,
que bombea,
dando vida a mi cuerpo,
hasta que se blanquea
cuando llega el frío
y yo me quedo sin fuelle.

La vid de mi año tiene doce racimos,
a mi me gusta el cuarto,
a ti el noveno.
¿Quieres que tu mes gane el pulso al mío?
Está bien.
De momento,
vendimiemos los miércoles,
pisemos la mala uva
y con la buena,
hagamos ju(e)go.
Bebámonos el vino,
sea la vida nuestra mejor cosecha,
antes de que nos ataque la filoxera
y lleguen las campanas doblando en la noche vieja.

No me enseñes a pescar,
no tengo agallas para atravesar la lombriz,
ni mirar los ojos del pez prendido al cebo del anzuelo.
Que yo solo quiero mirar el mar,
no el de tu mirada, sino el del horizonte incierto,
aunque no coma perdiz y pierda mi final feliz,
pues estamos dejando a algún dios sin milagro:
Tú, porque mientras te comes el pan,
dejas escapar en la orilla de la noche plateados peces.
Yo, porque se me fugan los deseos mientras miro un mar de estrellas,
y si tiro la caña me la bebo
y suelto carrete como si me dieran cuerda.
Otra noche sin faena. Otra noche sin pesca.
El cenacho vacío y la memoria llena.

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