lunes, 23 de mayo de 2011

Cuando era chica bajo la lluvia.


Si alguna vez escribiera un libro seguro que empezaría: “Érase una vez que no fue más, cuando era chica...”. También lo acabaría así. No creo que al finalizar mis capítulos decidiera cambiar de sexo para acabar siendo chico. Tampoco creo, en mi fuero más interno, que nunca me haga mayor ni que escriba un libro. Plantaré un limonero, una dama de noche y un jazmín, tendré animales en lugar de niños y seguiré recurriendo a Ella que me salva de esta otra.

La última hora que veo es la 4:08. Demasiados pares apareados, no me gusta, salvo el ocho, tu número preferido, recuerdo, y, por esa regla de tres, el cuatro porque es la mitad, y el cero porque es Nada.
Me preocupo, el gallo me cantará a las 6:45, pero lo apagaré inconsciente-mente, los perros me dan diez minutos de tregua, el gato uno menos, es más exigente, pasa de un lado a otro de la almohada esquivando mi cabeza, para ronronearme al oído que da a la ventana. Pero hoy, un minuto menos en la cuenta atrás ya estaba despierta, ha caído la primera gota de lluvia y la he olido, es mi olfato la memoria más primitiva. Pero hoy no quiero abrir los ojos aún, voy a sentir en otro sentido.
Soy del sur y me gusta la lluvia, me crié entre viñas, no me gusta escribir vides (conozco la diferencia), me recuerdan a vidas y por extensión y límite, a muertes. Entre unas y otras me crié. Jamás pensé, cuando veía a mis tías con la edad que yo tengo ahora, a tan sólo dos vueltas de tierra alrededor del sol de la treintena, que mi vida sería así. Soy una especie de Dorothy perdida en esta ciudad, atormentada,  huracanes hacen que vacas y tejados vuelen mientras yo emprendo marchas forzadas a la región Esperanza, buscando un mago al que engañar para robar su corazón, su cerebro y su coraje y convertirlo a tercios, en el hombre de hojalata, el espantapájaros y el león cobarde. Me dirijo al trabajo en minifalda, botas planas, chubasquero verde y pañuelo de colores alrededor del cuello. El paraguas cerrado. Cae calabobos, pero me gusta sentir la lluvia en la piel, recuerdo las palabras de Cándida, uno de mis personajes de “Cuando era chica”; Es una vieja con síndrome de Diógenes que vive a la salida de la aldea, entre basuras que ella llama sus tesoros. Los niños  van a su casa para distraerla mientras buscan sus objetos preciosos, tan bien escondidos, que han de conformarse con el hurto de algunas pesetas rubias y blancas. Yo nunca voy, siento hacia ella atracción y rechazo, igual que hacia tí. Siempre que me ve halaga mi pelo negro, muy brillante, incluso ahora que está mal cortado, como si un borrico me hubiera “pelao a bocaos”, pero este corte era la única solución ante los piojos. Estoy acomplejada, el año próximo haré la comunión y tengo el pelo corto ¿crecerá? Aún así, ella me acaricia con mucha dulzura esta cabecita cuadriculada y profetiza: “Vas a ser muy feliz, niña. No te preocupes, tu pelo crecerá, te lo has cortado cuando la luna estaba en cuarto creciente y la lluvia te ayudará con el milagro”. Y yo le miro su pelo amarillento y su bambito negro y su delantal, y tengo la esperanza de que no se equivoque en su pronóstico de bruja buena. Pienso que si alguna vez se lavara el pelo, seguro que se quedaría calva. Pero un día entraron a por todas sus basuras, la bañaron, le pusieron ropa nueva, su nariz brillaba tanto como la mía tras el baño de los domingos en el barreño con agua hirviendo  que mis hermanos menores reutilizarían. Estaba muy guapa, pero su mirada se apagó, hizo un truco de magia y desapareció.
Sigo caminando, la inercia me llevará a mi destino. Todo el mundo abre su paraguas y me mira de reojo. No me importa. Hoy no. En un semáforo un niño me sonríe y cierra el suyo, provocando la reacción inmediata de su madre:
    ¡¿Estás tonto?! —le riñe más que le pregunta.
     Pero mamá, que no mancha —, responde el niño sin saber muy bien de qué crimen se le acusa.
    No, hijo mío, pero cala.

Es cierto, pienso, haz caso a tu madre, pues cala. 
Solo un mendigo de mirada perdida al que siempre me encuentro y al que le debo unas palabras, va descubierto también.  Sólo una mujer se quita un pañuelo que deja su calvicie a la intemperie, veo su mirada triste y recuerdo de nuevo las palabras de Cándida, “la lluvia te ayudará con el milagro”. Ojalá que así sea.  Un anciano cierra su sombrilla. No tiene mucho más que perder.  
En el siguiente semáforo,  justo antes de la Tribuna de los pobres, un chico algo mayor que yo, se arrima diciendo:
    Morena, te mojarás.
    Siempre lo hago. Si no quisiera hacerlo abriría mi paraguas —, respondo seca. No tengo una verbena para sus farolillos.

Así que cuando el semáforo lo permite acelero el paso y le dejo atrás, cruzo la mirada con otro chico que viene de frente, también descubierto, ambos nos reconocemos, la sonrisa por saludo, él muerde tranquila-mente su manzana que huele a manzana, no al plástico del que última-mente se hace la fruta y sigue en sentido contrario al mío.
De entre todas las personas que me tropiezo, sólo  estas son mis semejantes, solo las que se descubren “bajo la lluvia”. Busco en el mp3 a propósito la canción de Quique González, emprendemos la plática, ella me habla y yo le respondo en diálogo silencioso:
    “Y  te vi bailar bajo la lluvia y saltar sobre un charco de estrellas”.
    Sí. En alguna ocasión.
    “Si te quedas conmigo”... 
    Amor. El afecto imperfecto, siempre condicional: “si”. Si te quedas conmigo echo mano  y descoso el falso forro de mis bolsillos en busca de un montón de tesoros para convencerte. Y te ofreceré y te daré…. No, no es cierto. Si te quedas conmigo sólo es un “elígeme a mí” pero dámelo tú todo, pues mi tesoro oculto eran unas cuantas pelusas y restos irreconocibles que la lavadora no ha sabido eliminar y mi imaginación disfraza de riquezas. Como las basuras de Cándida, la bruja buena.
    “Te limpié el corazón de arena”.
    Acabarás manchándomelo de nuevo.
    Tu sexo es carne de aceituna de un olivo en la carretera”.
    Sí, que tú vareas para coger el fruto que te entrego ¿Lloras? Brillan mucho tus ojos verdes moteados.
    Volverás a reírte de veras”.

“Cuando era chica bajo la lluvia”, tenía muchas ganas de unas botas de agua para saltar y coger renacuajos en las lagunas que se formaban en los barrizales cuarteados de antaño, ablandados por el agua hasta alcanzar el tacto suave de las ilusiones. Tierra cuarteada. Corazón cuarteado, huraño. Castigado por los embates del sol y el viento, bendecido por la impetuosa lluvia que trae un dulce recuerdo. Me agacharé como entonces, por segundos contemplaré mi imagen desdibujada, mi objetivo está en el fondo: un trozo de la materia suave de la que se componen los sueños. Al intentar cogerlo la tierra escapará entre mis dedos para volver a su lecho. Obstinada, retengo una pequeña porción. La amasaré sin pensamiento racional, tacto, tacto, tacto, tacto. Tacto que me lleva hacia el centro del huracán, al otro lado del espejo, a otro lugar que no sea este "ahora". En este precioso momento soy una mujer que sabe volar y que alcanza a acariciar el pelo mojado de la niña que fue aunque siga anclada a las entrañas de este charco presente de aguas estancadas en el asfalto de lo real, putrefactas y malolientes. Sigo aquí, pero hoy no se parece a ningún otro día, tú me lo has recordado, la lluvia que se torna furiosa lo ha hecho: ¡Rebélate, revélate! Primero en susurros y luego a gritos. Como resultado, una masa informe en mis manos que ya comienza a endurecerse. Perdiste. ¿Qué? Todo. La pérdida. Otro tacto, pienso apenada. Si sintieras por mis manos: si vieras, escucharas, olieras, supieras y tocaras con mis manos comprenderías que aún siento resbalar la tierra de entonces entre los dedos, llena de vida propia. ¡Cuán inalcanzables son las ilusiones! ¡Qué quebradizas cuando intentamos retenerlas! ¡Cuánto dolor cuando se rompen! ¡Cuánta felicidad mientras nos rozan!

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